EL VIAJE DE ALAMIRO

Fue a eso de las doce cuando Alamiro, el loco, se encaramó a la torre de la iglesia. En pleno domingo, al costado de la plaza, en mi pueblo. Una vez ahí, se despojó de la ropa y mostrándose en cueros, mientras se golpeaba la joroba, nos gritó a todos.

-¡Voy a volar!-

-¡Voy a volar, hijos de puta!-

La noticia se expandió como un reloj de fuego y pronto todos nos encontramos en el lugar, bajo el calor y observando al loco. No teníamos otra cosa que hacer.

Se hicieron vagos intentos para que desistiera. Pero el calor, era pleno verano, no ayudaba mucho a los esfuerzos y todo resultaba inútil, vano.

No se quién le había dicho al loco que de su joroba, al madurar como las frutas, brotarían alas.

-¿Me podré ir de esta mierda?-, preguntó.

-¡Al paraíso!-, le contestaron. Luego, junto a él, siguieron bebiendo.

Arriba, con su curca, desnudo y en cuclillas, me recordaba a esas gárgolas de piedra y sombra que ilustraban el misterio de las novelas que yo leía, y después cambiaba, en la librería de Doña Mercedes.

Y cuando, repentinamente, se arrojó al vacío le juro, por lo más sagrado, que vi desplegarse dos enormes alas de aquella protuberancia que lo obligaba a inclinarse a las burlas de la tierra.

Otros lo vieron caer a pique y estrellarse en la reverberación de sangre y calor del cemento. No sé. Quizás sucedieron ambas cosas. Lo que no olvido es la turba que observaba el espectáculo.

Éramos todos, todo el pueblo gritando, cuando Alamiro intentó bajar por la escalerilla del campanario:

-¡Échate a volar!-

-¡Échate a volar!-

-¡Échate a volar!-

Y, el loco, volvió a subir para tirarse.


Ramón Rubina


Ilustración, Miguel Ángel Huerta