EL DESIERTO FLORIDO

El barco del agua

dejó su carga

en los puertos

rotos de la sequía

al fin.

El agua corrió,

corrió,

fue un niño

entre las piedras

y con sus pies

desnudos

corrió una

y otra vez

visitando

a las viejas raíces,

mientras

en la superficie

cantaba imparable

para despertarlas

de aquel sueño,

donde un pez

muerto

había dejado

su esqueleto

bajo la tierra.

 

Ahí, las flores,

al interior

de sus pequeños

submarinos,

esos oscuros,

cerrados diamantes

en los cuales

navegaron

contra la muerte,

de pronto

abren sus ojos,

sus pequeñas orejas

y escuchan

el vals sin recodos

de la lluvia

que las llama

por sus nombres,

a que preparen

su equipaje,

sus vestidos,

sus mejores trajes

para el sol,

para la vida,

para bailar

con el viento,

iluminando

el espejo roto

del gran desierto

de Chile,

el que empieza

en mi puerta,

lentamente,

y se dirige al norte

sin detenerse.


Ramón Rubina