LA CALLE DEL FIN DEL MUNDO

Era mi calle. Nacía como Maestranza y pasando la alameda tomaba el nombre de Libertad. Yo vivía en ella, entre Portales  y el Mirador que, junto a su paralela Vicuña  Mackenna, en el paraíso de mi niñez, formaban la última manzana que la ciudad de Ovalle ofrecía a sus habitantes.

Ahí bullía, florecía el pequeño comercio y los pueblos aledaños surtían sus necesidades, dejando interminables listas de mercadería, para dirigirse al centro, a sus diligencias, o a beber en insaciables cantinas.

Jugábamos en sus veredas, las mujeres conversaban en las puertas, los cargadores corrían saco al hombro, resonaba música de los boliches. A eso de las cinco decaía el bullicio. Y quedábamos nosotros, los de siempre.

 

Pero ese viernes, tempranamente un agujero de silencio pobló mi calle. Almacenes y Tabernas vacías, Nadie de los villorrios cercanos. Pasos raudos, furtivos. Las familias se encerraron. Sólo el pavor transitaba su mudez ya que ese día ICARO, el enorme asteroide, se abatiría, como un ángel destructor para exterminar nuestra vida. Así lo afirmaban periódicos y radios. No hubo escuela. Los niños nos despedimos, por si acaso.

Las horas se prolongaban interminables. En cualquier momento el cielo precipitaría su carnívoro dragón sobre nosotros. Nos parecía que la muerte, fumando en la esquina, esperaba nuestra desgracia. Finalmente, la noche y la angustia nos derribaron al sueño.

 

El sábado despuntó radiante. Los vecinos, algo avergonzados, reiniciaron lo cotidiano. ¡Creer estupideces! Cerca de la diez, un estruendo.

Los postes se estremecen, los cables se agitan violentamente, despidiendo llamaradas de espanto. Gritos. Llantos. Súplicas. Hombres, mujeres, niños caen de rodillas golpeándose el pecho. ¡Perdón señor! ¡Perdón! Abrazados, en las veredas esperan el fin. ¡ICARO! ¡ICARO!

Pero no es ICARO. Es un viejo camión que, esquinas arriba, ha derribado un pilar del alumbrado público. Y, con él, nuestro orgullo.