LA CICLISTA

Al poeta Tristán Alta Gracia

La oí orinar la puerta de mi compadre Cepeda, como un aviso, en medio de la noche. Así que me vestí, en la oscuridad, y salí para hacerle compañía. Ya en la calle pude ver como se alejaba, entre chirridos, pedaleando su vieja bicicleta, raquítica y amarilla como el esqueleto de una bestia de carga.

Entré sin golpear. Mi compadre se estaba lavando y tenía sobre la cama su mejor traje. Después comenzó a vestirse.

-El mismo que usé para mi boda-, me dijo.

Yo lo sabía. Ambos éramos viudos. Mi mujer había muerto para la peste y, la de él, se había marchado con el Trombino, el argentino ese. Irse o morir es lo mismo. Después agregó

-Ya estoy listo. Aún nos queda tiempo para un vaso de vino- Bebimos en silencio.

-Ahora si te vay a quedar solo-, me dijo

-Pero será la última vez-, respondí.

Éramos los únicos habitantes en el pueblo. Todos se habían marchado o muerto. Hasta el agua. Apenas un hilito de vida salía de la tierra, ni para beber a veces alcanzaba. El vino nos puso sentimentales. Recordamos nuestra llegada, niños aún, cuando ayudamos a levantar las casas de adobe. El pueblo era más viejo que la muerte. Sólo cuarenta años después tuvimos el primer muerto. Mi padre. Luego otros y otros… Así es la cosa. Ahora ni los pájaros vienen.

-Serás el último-, agregó mi compadre Cepeda. Y nos despedimos, nos dimos la mano, nos abrazamos fuerte. Lloramos, sin lágrimas, como lloran los hombres.

Ya en mi casa, me tendí en la cama con los ojos abiertos. Así pasé el resto de la noche. Al amanecer escuche el chirrido y salí. Mi compadre estaba sentado atrás, en la parrilla de la bicicleta. Y cuando la ciclista comenzó a pedalear, grité

-¡Adiós Compadre!-, pero ya no me escuchó. La bicicleta, rechinando, se perdió tras los cerros. Después encendí el fuego y, mirando a ninguna parte, suspiré.


Ramón Rubina