CONOCIENDO EL MAR
El cuchillo de doña Hermelinda destripaba los pescados con la fatalidad de la órbita de los planetas en torno al sol. En ese tiempo mi abuela vivía en un cité, a la salida de Ovalle. El portón, así le llamaban. Cuando se preguntaba donde vivía tal o cual, y si moraba ahí, se respondía: -En El portón-, faltaban años todavía para que mi abuela pudiera habitar en la población, casas de bloques de cemento, dormitorios, cocina, living comedor, baño, sobre todo baño con agua corriente. Y sólo para la familia. Nosotros vivíamos un poco antes, en la calle Libertad, aunque última de todas las otras, con veredas y aceras. Luego venía la tierra, el polvo, una escalera, que siempre olía a orín de borrachos, subía rumbo a un canal, un puente que unía la ciudad con la población Bellavista, donde se aglomeraban las casas de lata, tablas de cajones manzaneros, fonolitas y niños. También moscas, perros, enfermedades y el olor de los pozos sépticos. Al costado de aquella escalera, en El portón, estaba la “casa” de mi abuela. Y, ahí, yo era feliz.
En El portón, mientras doña Hermelinda abría los pescados, yo jugaba con mis amigos de aquella primera niñez, entre ellos uno algo mayor, del que no recuerdo el nombre. Era alto, muy serio y siempre ayudaba a su madre, la pescadera Hermelinda. También se daba el tiempo de hacernos pistolas de madera, réplicas perfectas de las verdaderas, las que siempre pintaba, no conozco la razón, de rojo y azul. Con ellas, en los recovecos del cité, éramos, junto a él, vaqueros y en las escobas de nuestras familias recorríamos las llanuras de la imaginación, nos enfrentábamos en interminables balaceras en las que, aún heridos de muerte, acribillados, verdaderos coladores moribundos, nos negábamos a morir. Morir significaba quedar fuera del juego, en el bostezo, sentados, mirando las hormigas que entraban y salían de nuestras sombras. También llenarse la boca con harina tostada y azúcar o un chupete en forma de gallito. Pero solo. Y todos sabemos que un vaquero desamparado, perdido en los yermos del aburrimiento, aunque tenga los bolsillos repletos de bolitas, tarde o temprano se convertirá en un gato seco. Existiendo la otra posibilidad de ser atacado por los indios, los de la otra calle y, aunque no le corten la cabellera, le robarán las bolitas, especialmente el tiroyo, la preferida. Dejándole además la mortal herida de una patada en el culo. Es la ley del Oeste.
Doña Hermelinda seguía desollando el pescado. Siempre admiré a ese muchacho, su capacidad maderística y la de ser niño y hombre a la vez, fiel ayudante de su madre, tan serio como les dije. Todos los fines de semana llegaba el padre, un pescador de Tongoy, quién luego de pagar el almacén se dedicaba a beberse las dos cantinas del barrio. Esto lo hacía sistemáticamente junto a los cargadores, los obreros, los profesores, los albañiles, los panaderos, los pintores, ferroviarios, tipógrafos, feriantes, y tantos otros que convertían aquellos bebederos en una escuela de artes y oficios. Y como mi papá trabajaba arreglando trenes, mecánico de ajuste y montaje, no podía faltar a su escuela. El pescador se volvía loco, llegaba insultando, golpeaba a su mujer y tomando sus cosas volvía al mar. A mi amigo demasiadas veces lo vi con moretones, defender a su madre le costaba dolor. -A ver, me decía doña Hermelinda, saca el pájaro- Y yo lo sacaba para orinarle el dedo que le sangraba, cortado involuntariamente por la cuchilla con la que descueraba pescados. Seca la herida, lavada, recomenzaba su trabajo. Arrojaba las tripas a un recipiente, les cortaba la cabeza, repartidas en el cité para el caldillo, pelados ya, algunos fileteados o en trozos, y mi amigo salía con un tarro a entregarlos en las casas. Yo lo acompañaba. Se guardaba el dinero en el bolsillo de la camisa, pero algunos centavos le pertenecían y compraba sustancias, algunos chocolates, compartiéndolos conmigo mientras lavaba el tarro en el canal. Lloraba ahí. Con los ojos muy abiertos, masticando los chocolates o las sustancias, no podía hacer otra cosa que mirarlo. Así conocí el mar.
La segunda vez que estuve cerca del mar fue con mi madre. No sé como la conoció, pero siempre llegaba a la casa, tomaba desayuno y generalmente se quedaba a almorzar. Tampoco recuerdo su aspecto físico, pero me parecía menuda, el pelo castaño, quizás rubia, siempre con un tres cuarto verde claro, aunque no estoy seguro de nada. Se llamaba Elsa y era mi madrina. Vivía en el puerto de Coquimbo y, por lo mismo, siempre será un misterio como ella y mi madre se conocieron. Pero me encontraba en una micro, rumbo al puerto, los cerros pasaban como hileras de camellos, sus grandes jorobas amarillas, grises, azules o rojizas se recortaban bajo la luz y el viento entraba por la ventanillas despeinado a los pasajeros. De pronto, quizás el tiempo recortó el cuaderno de las horas con su muda tijera, o el espacio encerró al perro de la distancia, ya estaba comiendo pescado frito, mirando el mar por una ventana y rodeado por dos adolescentes que me parecieron muy hermosas. La casa estaba en el cerro, mi madrina estaba ahí, sus dos hijas y el mar. Bueno, un pedazo de mar, acostado, asomando por los vidrios, vestido de marino y jugaba con un barco tan grande que no cabía en esa ventana. Lo demás era un gato con los ojos cerrados. Podía ver el tic tac de su cola moviéndose como los punteros de nuestro reloj despertador. El mar, según entendí, no se llamaba mar, su verdadero nombre era pescado frito. O caldillo de congrio.
Don Ventura era alto, con su bigotito de galán de cine. Además mujeriego, borrachín, putero, y maltrataba a su mujer, doña Elsa, mi madrina. Eso decían los retazos de conversaciones que escuchaba desde lejos, mantenidas en sordina entre ella y mamá. El mate y el queso acompañaban esos misterios. Pero yo aún estaba lejos de aquellos dolores, mantenía intacto el árbol del paraíso y, en ese instante, brotaba espléndido en mitad del océano. Don Ventura, buzo profesional, hurgaba la sal de sus raíces y con su arpón, donde la muerte estaba comprimida, lanzaba su flecha de acero, atravesaba el costado de los jureles, abría el duro pellejo de las viejas, impávidas y sorprendidas, como el peje sapo, sin entender por qué a ellos. Quizás por eso, una jaiba salió repentinamente y revolviéndose como Ajax, el héroe, ante las falanges troyanas, para clavar su lanza en el cuello desguarnecido de uno de los generales enemigos, así mismo la jaiba, con su veleidosa pinza, me apretó el dedo gordo del pie, huyendo después mar adentro para refugiarse entre sus camaradas que lo aclamaron. Y, díganme ¡Oh, musas! ¿No fueron las diosas Minerva y Palas Atenea quienes, bajando del Olimpo, acudieron en ayuda del sangrante héroe? Luego tomaron la forma de dos bellas adolescentes, hijas de doña Elsa, y lo sanaron comprándole un helado de chocolate. Así, cuando Poseidón abandonó las profundidades del mar, lo tomó de la mano y, con una sarta de pescados en la otra, se dirigieron a almorzar a la casa de su madrina. Ahí también lo esperaba su preocupadísima madre.
Con una caja llena de peces y mariscos, nos dirigimos a la estación, nos acompañaba don Ventura y sus hijas. Ellas, durante nuestra estadía, me habían tratado como a su muñeco preferido. Me peinaban, me lustraban los zapatos y endomingado aunque fuera martes, o jueves, tomado de sus manos entraba en la casa de sus amigas donde era besado, piñizcado, atragantado de comida por sus madres y, por último, soportaba las interminables conversaciones donde se transaban novios y galanes. También acompañé a citas, donde serví de pretexto, a cambio del rosado árbol de algodón dulce. Pero ya caminábamos por la loza de la estación, subíamos al tren, nos despedíamos y yo era nuevamente apretado, piñizcado, besado y de lo que me salvó el pito del tren. La locomotora bufaba y lentamente el tracatraca traca comenzó a alejarnos de Coquimbo. No sé qué será de mi madrina, ni de sus hijas, tampoco donde quedó ese mar primero. Es verdad, nadie se baña dos veces en el mismo rio, pero en el mar escriben los ángeles, y ellos son eternos. De pronto el rostro de don Ventura apareció en nuestra ventanilla, corría. -¡Dígale a Don Amable que voy para Ovalle! ¡Para que nos juntemos!-, su rostro desapareció. El tren apuró la causa… -¡Ni Dios quiera!-, dijo, en voz baja, mi mamá.
El mar es antes que el hombre y la diversidad de los seres terrestres o aéreos. Incluso anterior a sus propios hijos, los peces, los monstruos dodecacéfalos, Simbad el marino, la batalla de Midway, el pescado frito, los caldillos, Arturo Prat, el despiadado Kraken, el capitán Ajab y su delirante persecución de la ballena blanca, Moby Dick. Aún más que eso. Ahí navegaron los fenicios y una de las primeras escrituras recorrió uno de los orbes ya conjeturados. En él, estando su flota inmovilizada por falta de viento, Agamenón sacrificó a su hija Ifigenia a los Dioses. Y, aunque el viento lo acompañó, al volver, después de destruir la Ilión, ciudad sólo vista por los ojos de Homero, la esposa y su amante lo degollaron como un pez en su bañera. También, abriendo las aguas de las supersticiones, llegaron los españoles a nuestro continente y su diccionario no tuvo las suficientes palabras para describir este nuevo mundo. Mientras buscaban, primero a través de comparaciones con el mundo conocido, después recogiendo los pescaditos de oro que dejábamos caer de nuestras lenguas, los términos para nombrar sus maravillas, aprovecharon de apoderarse de los territorios del nuevo paraíso. Igualmente, al ver esos áureos pescaditos, creyeron, y fue ciertamente, que nuestros esqueletos eran de oro. No sólo nos mataron, nos hurgaron en busca del metal dorado y nos obligaron a sacarlo del fondo de la tierra y nuestras conciencias. Toneladas de oro cruzaron el mar de los mitos, llegando al mundo de la razón, otra locura, donde lo entregaban al rey y al desperdicio. Pero también fue su castigo. Las riquezas se convirtieron en Oropel, el siglo XVI no sólo fue el siglo del oro, más bien el de los piojos, con su corte de los milagros, sus grandes poetas, y una España que nunca más dejó de ser un tullido, caminando entre sus orines, rumbo a velar su propio cadáver y soñando con el mar, donde aún los naufragios guardan esqueletos de oro, cruzarlo y venir aquí, donde hacerse la América. Pero nos dejaron a sus ladrones, a sus pícaros, esos vestidos de organdí y se llaman grandes familias. Y a los yanaconas, abogados, militares, comerciantes, políticos que por oro venden a su país al mejor postor. Ayer al rico, hoy día al gringo, mañana al diablo. ¡Ah, el mar! ¡El mar!
El mar de ayer era diferente, aunque siempre el mismo. Sin embargo lleno de bestias feroces, dispuestas por la muerte a quienes se atrevieran internarse en el reino de Poseidón, remanente del mare nostrum romano. El mundo era plano, fijo, y el sol, como las estrellas, giraba alrededor de la Tierra. Éramos importantes. Todo el universo bailaba en torno a nosotros. Aunque ya se sospechaba de su planitud, pues Aristóteles lo había predicado, y se hablaba de esferas celestes, aunque no públicamente. Sin embargo eran sólo palabras. El telescopio, años después, confirmó sus sospechas. Aún más, Tolomeo, su cosmografía terracéntrica, fue refutado por ese artefacto y éramos nosotros en torno al sol y pasamos a segunda instancia. Pero se decidió que no era cierto. A regañadientes, para no ser quemado, Galileo Galilei, pensando en Copérnico, lo aceptó diciendo, a media voz, “Sin embargo se mueve”. Pero el mundo seguía siendo plano. Una isla acostada en el espacio. El mar llegaba hasta donde los ojos alcanzaban. Por lo mismo, para un corto de vista el fin de la extensión salada estaba más al alcance de la mano y los navegantes, donde mis ojos la vean, no se separaban a mucha distancia de la costa. Pues, al internarse aguas adentro, como la esfera terrestre aún era llana, el mar caía verticalmente a la nada del espacio. Desde su límite, el horizonte, se vaciaba constantemente al saco roto de la eternidad. Una cascada cuyas aguas se vertían interminablemente cielo abajo. En fin, Cristóbal Colon, a quién mucho no le importaba aquello, si el oro, excepto para sus fines, y con las llaves de su ambición, cerró la imposibilidad de un océano infinito. Fue Magallanes, su cadáver en realidad, quién demostró que la tierra era verdaderamente redonda. Y que el mar volvía a comenzar de nuevo en su punto de partida.
Nada de eso les importaba a los pueblos de este nuevo continente y mientras paseábamos, mi hermana y yo, el mar parecía decir aquí estoy, aún puedo sorprenderlos. Eran días de vacaciones y toda la familia, incluyendo a mis tíos y mi abuela, habíamos llegado junto a las camas, los cajones de verdura, las frutas en un camión arrendado por papá. Nos instalamos en la casa de un pescador, uno de sus tantos amigos de boliche, que había arrendado por el verano y que colindaba al mar, al que accedíamos por una puerta destartalada, como toda la casa, y que en la noche dejaba sus olas a los pies del lugar donde morábamos durante el estío. Papá se esforzaba por nosotros, nunca fuimos adinerados, y durante el año trabajaba horas extras, con las cuales accedíamos al huevo marino. Pero, curiosamente, sólo nos acompañaba el primer fin de semana, cuando llegábamos, se bañaba por esa vez en el océano, para luego volver, tan blanco como una papa blanca, a la ciudad. A él le gustaba el campo, los ríos, los árboles frutales y, sobre todo, la libertad de caminar por la hierba o reposar bajo la sombra de algún peñasco, sacando del bolsillo pan amasado y escuchar el concierto de los pájaros. Así que mamá y mi abuela eran las celadoras de la casa.
Una vez instalados, la playa era nuestro patio. Jugábamos, descubríamos, construíamos palacios de arena que el mar invadía con sus ejércitos, asaltando y destruyendo los muros durante la noche mientras en sus aguas, negras llanuras, se podían ver las hogueras de los astros y escuchar las voces de sus vigías en los campamentos invasores. En la playa, los furiosos ataques de sus falanges, en oleadas destructoras, desolaban nuestro castillo hasta los cimientos, para alejarse con las primeras luces del alba, henchidas sus espumosas barcas con los trofeos de guerra y desapareciendo tras la niebla marina. Uno de aquellos días muy temprano, junto a mis primos, encontramos el cadáver de un aparente tiburón, quizás producto de esas batallas nocturnas de la tierra y el mar. Cuales conquistadores de los despojos caminamos por la arena húmeda con nuestro botín, A nuestro paso los bañistas del fin de semana, ante la novedad, comenzaron a fotografiarse, incluyéndonos, con los restos. La verdad es que nunca fue un tiburón, a pesar de su aleta. Además le faltaba un ojo y el olor a pescado podrido asustaba hasta los perros. Un par de japoneses lo compraron y mientras nosotros comíamos galletas, y tomábamos bebidas, los vimos en la plaza, junto a un grupo de compatriotas, tomándose fotos con él, sonrientes frente a sus cámaras.
Uno de aquellos días, recuerdo ese jueves, mis hermanos, primos y tíos decidieron ir de campamento unos kilómetros más allá y pasar la noche. Mi hermana decidió quedarse, así como yo, enfermo del estómago, junto a mi abuela y mi madre. Fue al atardecer cuando salimos a pasear. Al acercarnos al pequeño muelle, cerca de unos roqueríos, escuchamos una voz diciendo -regálame tus piernas- sorprendidos nos acercamos y vimos a una muchacha que aferrada a ellos nos hacía señas. Al arrimarnos vimos que efectivamente era una muchacha, pero ante nuestra sorpresa estaba desnuda, al menos así lo creímos, de la cintura arriba. El mar, chocando contra las piedras, cubría el resto de su cuerpo. Pensé que se le había perdido la parte de su traje de baño y por eso nos pedía ayuda. No era así, pues cuando estuvimos aún más cerca nos dimos cuenta que la mitad inferior era la de un pez. La sorpresa nos paralizó. Pero más que su cola de pez, mis ojos estaban fijos en sus pechos, tan blancos como la luna. -Estoy herida, así no puedo volver al mar-, volvió a decir. Me acerqué, más avergonzado que temeroso. Cuando la ola se retiró, levantó la parte inferior de su cuerpo y, efectivamente, la aleta, donde debían estar sus pies, aparecía casi separada del resto, como si un animal feroz le hubiera dado una dentellada. Aunque no sangraba. No sabía qué hacer. La siguiente ola volvió y la cubrió. Mi hermana, más práctica, corrió en busca de mamá. Nos quedamos solos la sirena y yo. Me volví ojos, no sabía que decirle. Ella, al ver mis ojos fijos en sus pechos, sonrió -No te preocupes, me dijo, a todos les pasa. Aún más si me escuchan cantar ¿Deseas que cante?- No respondí. Entonces oí la voz de mamá. Corría junto a mi hermana y mi abuela. El agua subía constante y le llegaba más arriba de la cintura. Mamá, al ver a la Sirena, entrando al agua le habló -¡Ten cuidado, es mi hijo! ¡Un niño!- en voz muy alta. Luego me envió a la casa en busca de una carretilla -¡Y un balde!-, me gritó. Al volver, entre todos la subimos y la llevamos a la casa. Previamente, con el balde, tuve que echarle agua salada, corriendo al mar una y otra vez en busca de esa albúmina que sostenía su vida.
Ya en el patio, después de llenar con agua marina un viejo tambor de aceite, cortado a lo largo, que yacía entre gastados aparejos, la instalamos ahí entre todos. En tanto mamá, la abuela y mi hermana reunidas alrededor del tiesto observaban la que me parecía una herida incurable. A cierta distancia, pegado a mi curiosidad, miraba a la muchacha con cola de pez, intentando saber quién era y de dónde venía. De que parte del mar y quién le había producido esa profunda laceración. Estaba en lo incierto y ninguna de las contestaciones que yo me daba satisfacía mi imaginación. Permanecían todas en silencio, sin preguntarse nada, como si la herida fuera suficiente respuesta y nada más necesitaran para estar unas al lado de la otra. Ella también parecía mirarme de vez en cuando, pero con disimulo. Y sólo cuando mamá, concentrada en su desgarro, no podía notarlo. Entonces me parecía una adolescente, como yo, lozana y frágil, confundida o avergonzada ante su primer amor. Luego, cuando mi madre le palpaba su lesión, y apartaba sus ojos de mí por el dolor, su rostro de niña tomaba el aspecto de una anciana milenaria, como si toda la decrepitud del mundo estuviera escrita en su piel. En ese instante era aún más vieja que mi vieja abuela, con arrugas tan profundas que parecían cicatrices, dejadas por la muerte en sus intentos de borrarla del mundo. Y fue mi abuela, precisamente, quien me ordenó traer el botiquín. Corrí al interior de la casa.
Al regresar, sentí los murmullos de una conversación, las palabras, ininteligibles para mí, sonaban como un pergamino antiguo, de esos enterrados en añejas tumbas de arena, o en naufragios insondables y que mi hermana, sentada un poco más atrás, en el asombro, se empeñaba en comprender. Era un alfabeto corroído por la sal, lleno de herrumbre, que después de recorrer océanos ya sin nombre, cartografiados sólo por el olvido, tenía sonidos de óxido y putrefacción. Pero que al ser proferido por ella, mi abuela y mi madre, tomaban la suavidad de las olas en la playa nocturna. Callaron al verme. Luego ambas se dedicaron a la herida. Me acerqué. Vi como mamá le sujetaba la cola de pez y mi abuela le aplicaba, después de limpiar la estrepitosa llaga, un algodón empapado en yodo. Al sentirlo, la muchacha se estremeció. Su cola se elevó y cayó, golpeando el agua del tambor donde yacía. Su rostro cambió y, como si fuera otra, todo lo humano en ella se replegó, convirtiéndola en un animal de furia, irreconocible, procedente de esas cavidades donde el tiempo y la luz se niegan a entrar. Su piel se tornó verdosa, transparente como las medusas, supurando una especie de resina para protegerse de nosotros -¡No toquen el agua!-, gritó mi abuela. Entonces mamá le habló, en esa lengua indescifrable para mí, y toda ella volvió nuevamente a ser la que habíamos encontrado en la playa. Lució hermosa, con sus pechos de plata, y esos ojos profundos y verdes, así como su voz que me cautivaba, regresaron del abismo. Mi abuela volvió a decir -No es suficiente. Hay que suturar la herida-
Debo reconocer, mientras corríamos a la farmacia, ni mi hermana ni yo dijimos palabra alguna. En un acuerdo tácito reconocíamos lo extraño de la ocasión, pero temíamos que cualquier palabra rompiera nuestra conexión con ese instante. Por lo mismo, tampoco estábamos dispuestos a compartirlo con los demás. Así que pedimos hilo para sutura y una aguja curva. El hombre detrás del mesón, luego, así nos pareció, de mirarnos sospechosamente, nos preguntó para que lo necesitábamos -No sé, respondí, es para mi mamá. Pregúntele a ella- Me pareció una buena respuesta y el hombre, después de escucharla, nos entregó el encargo con brusquedad. Volvimos a correr. Ya en el patio, mi mamá preparó todo y cuando inició la costura, a pesar del dolor, ella se mantuvo inquebrantable, con los ojos cerrados. Sin embargo el agua, renovada por mí, después de colocarme unos guantes, se llenó de ese líquido resinoso, del cual mamá dijo que era muy peligroso. Todos permanecíamos expectantes. El mar, subiendo con rapidez, llegaba hasta la destartalada puerta del patio. Me pareció que reclamaba a su criatura.
Nos mantuvimos en silencio. Un silencio para mí lleno de preguntas y que no me atrevía a interrumpir. El mar golpeaba la puerta y había logrado colarse por las rendijas del muro de madera, entre la arena y las tablas. La muchacha con cola de pez dormía, quizás desmayada por el dolor de aquella costura. Nosotros, permanecíamos atentos a lo que pudiera acontecer, pues temíamos a su reacción al despertar, sobre todo mi abuela, quién nos ordenó retirarnos a una distancia prudente. No fuera a transformarse en esa bestezuela, llena de odio, arrojando su veneno, como la vez anterior. Aunque, en realidad, eso lo confirmó nuestra madre al preguntárselo, su reacción era de miedo. Mi abuela le dio la razón. Pero, aun así, nos mantuvieron dentro de lo que consideraban juicioso. Cuando despertó, con un breve chapoteo, nos miró sin desconfianza. Sus ojos se fijaron en mí. ¡Era tan bella! Sentí a mi corazón palpitar con la velocidad de un aerolito. Tomó mi mano. Miré a mamá, quién dijo que sí, con la cabeza. Yo temblaba, y con su mano en la mía, comenzó a cantar. Al principio con la suavidad de una adolescente, contando su primer beso de amor, luego prosiguió murmurando una canción de agua y cielo, de rocío, nubes cargadas de lluvia, de seres como ella, mientras los océanos del mundo permanecían unidos y solitarios, antes de la tierra y los continentes. Me habló de algas azules, fragancias venidas de las estrellas, ciudades sumergidas, brillantes como espejos, lunas de fuego, de un cielo claro, donde se podía ver a seres con alas y carros en llamas. De la gran batalla entre la luz y las tinieblas. De los primeros peces y del primer hombre, cuando las aguas se separaron y la tierra emergió de las profundidades, ante la voz que se lo ordenaba. Y los pájaros. Y cuando los astros se ordenaron, apareciendo el sol, por primera vez sobre las montañas, ocultándose tras las grandes aguas. Pero ya no cantaba sola.
De pronto, las voces de mi madre, mi abuela y mi hermana comenzaron a trenzarse con la de ella. La de mi abuela contaba el viaje en un barco a vapor, donde viajaba una joven con su nombre, al lado de la hermana gemela, junto a su viejo padre, desde Chañaral a Coquimbo mientras hablaban de las medias de seda compradas a un mercader chino. El mercader contaba una historia de negros, en grandes barcos impulsados por el viento, todos ellos encadenados al fondo de sus vientres enmaderados, que luego de una larga travesía, desde el áfrica, eran arrojados al mar, enfermos y desesperados, y si uno pone atención al murmullo de las olas, golpeando los costados del vapor de pasajeros dónde iban, aún se pueden escuchar sus cantos llenos de melancolía por su tierra natal. Mi madre cantaba mientras paseaba junto al mar de Tongoy, conmigo de la mano. Doña Hermelinda caminaba a su lado, también mi madrina, en tanto mis hermanos jugaban con unos pescados muertos en la playa. Doña Hermelinda llevaba los zapatos que mamá le había regalado en Ovalle, las tres fumaban y reían, a veces corrían, huyendo del mar que intentaba tomarlas de los pies, riendo al ver como el agua se alejaba sin haberlo conseguido. Y, en la noche, después de jugar a la lota, sentadas en el borde del muelle, con los pies colgando, observaban el viaje que las estrellas, como antiguos buques de fuego, realizaban en el profundo océano del cielo, fumando en silencio, hasta cuando el misterio del verdadero mar, con sus frías manos les mojaba los zapatos.
Mientras cantaban, comprendí que todos los mares provenían de diferentes épocas y lugares. El de la sirena surgía de edades sin tiempo, donde incluso el propio olvido ya no tenía ojos para mirar. Un mar sin testigos, sólo existente en los antiguos pergaminos y cuentos hablados, tergiversados de boca en boca o escritos, mares muertos en las páginas de los libros. El mar de mi abuela aún podía rastrearse en la memoria, con sus veleros, sus máquinas a vapor o en documentos cuya biblioteca permanecía abierta al presente, unido al mar de mi mamá, agua palpitante, viva, reconocible por mis manos y en el cual todos, incluyendo a la sirena, podíamos bañarnos cualquiera o todos los días, antes de convertirse en ayer, como el de mi abuela, o imposible como el de la muchacha cola de pescado, cuya mano estaba en la mía. Pero el más doloroso fue el de mi hermana pequeña, ella habló de un mar desconocido, sobre el que volaban helicópteros, buitres comandados por hombres perros, que tiraban cadáveres atados a rieles, ocultándolos de nuestras miradas. Aún así, el mar devolvía a una joven muerta, con sus heridas, quemaduras del odio, desatando sus amarras para que no olvidáramos, y dejándola como una lágrima en las costas de Chile ¡Cientos de lágrimas que debíamos buscar por todo nuestro territorio!
No nos habíamos dado cuenta, el mar subía arriba de nuestras piernas. Supe que tenía que marcharse. Su voz, mientras las demás se convertían en murmullo, me pidió ¡No me olvides! Le respondí ¡Quédate! Y cuando mamá dijo -Ya es hora-, me di cuenta del significado de la palabra imposible. Entonces le respondí ¡Nunca! ¡Nunca! Ella soltó mi mano. Al amanecer, en silencio, escuchando al rumoroso mar alejarse de la casa, la subimos a la carretilla y la trasladamos donde, mi hermana y yo, la habíamos encontrado. En el pequeño roquerío la sacamos y la dejamos ahí, aferrada para que el mar viniera por ella. Todos cantamos la despedida. El agua, como si nos escuchara, apuró su regreso y con un espumoso grito, quizás de alegría o miedo, no sé, al sentirla otra vez en sus dominios, la abrazó llevándola a esas profundidades de lo imposible, para ocultarla de los hombres, y sin que ella opusiera resistencia, alejándola de mí para siempre. Nunca supe quién la hirió, ni de dónde venía o como se llamaba. Tampoco sus años. Para mí siempre fue la adolescente de pechos tan blancos como la luna. Hermosa, cuya voz aún canta en mi corazón y trae el mar a mi puerta. Nunca más la he vuelto a ver, como les dije. Pero me basta el mar. Tampoco mi hermana, adulta ya, madre y abuela muertas, ha respondido a mis preguntas –Soñaste, dice, todos soñamos cuando estamos cerca del mar- Aunque le recuerdo que ella cantó un después vivido con dolor. -No recuerdo nada-, vuelve a decir, sólo que ese amanecer caminamos por la playa. Mamá y nuestra abuela llevaban la carretilla con agua salada, lavaban ropa con esa agua. Nosotros, después de ayudarlas, nos dirigimos al muelle en espera de la panadería. Mientras estábamos ahí, vimos a un hombre gordo, rapado, en traje de baño que después de ejercitarse corrió para tirarse al mar. También recuerdo un bote saliendo y ocultándose entre los rieles del muelle. Lamentablemente, cuando se arrojó ese hombre, con la gracia de un hipopótamo, el bote salió de abajo del muelle y, el hipopótamo, cayó de cabeza en su interior. La sangre le corría. Fue muy gracioso –Es peligroso el mar ¿no crees?-
Ramón Rubina